Pero hay que decir que Lawrence Durrell fué antes salpicado por el semen cálido y ácido de Miller. Él lo reconoce. Dice que engendró El libro negro en la placenta creativa que le facilitara éste tras la lectura de Trópico de cáncer. Eso se nota. Aunque, a mi modo de ver, Lawrence peca de querer ser una especie de estilista autodesviado de lo que significa Literatura. Una especie de grito: ¡Mamá quiero ser excéntrico!. Y eso lo adorna de una prosa poética dificil, aunque bonita a fines metafóricos. La primera parte del libro me ha entusiasmado, en serio (aunque no se note demasiado). Pocas veces me había visto tan vapuleado por una poesía que reflejase una realidad tan visceral y cortante. La narración nos bidisecciona entre la primera persona de Lawrence en su vivencia melancólica y aletargada del Hotel Regina, y la primera persona del diario de quien se hace llamar muerte Gregory, un diario escrito en tinta verde y que da un punto de vista alternativo, aunque no demasiado, a la visión de Lawrence. Entre los dos nos muestran unos voluptuosos personajes, cuyos destinos, están emparentados por los caballos del erotismo y el deseo, y lo que hay debajo de ello, es decir: Sus riendas verdaderas.
A pesar de las bonitas palabras que lanzo, lo que ha quedado ha sido la decepción personal, tal vez herida, que ha supuesto el regodeo apocalíptico maniático y estrafalario del querido Lawrence.
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